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Me llamo Marta

Tengo 28 años, no conozco a la persona que escogió mi nombre, y es muy probable que nunca la llegué a conocer.

Mis padres han sido dos grandes indecisos que cedieron la responsabilidad de ponerme un nombre a la matrona del hospital en el que nací. Ellos siempre han creído que con el paso de los años, los nombres se adaptan a sus propietarios, identificándose con el carácter, los gustos y las aficiones de cada persona; fusionándose y creando un conjunto armónico y equilibrado entre el nombre y el ser que lo lleva consigo. En mi caso, alguien que no conozco decidió llamarme “Marta”, una palabra que desprende fuerza y fragilidad a la vez.

“Marta” me representa con la potencia de la sílaba tónica y me identifica con las tres primeras letras: “m-a-r”, como lo hace la marea en calma de la costa brava, el sonido salsero y caribeño de las maracas, o la tristeza y nostalgia de las flores marchitas. El tiempo le ha dado sentido a mi nombre, su sonoridad se ha adaptado a mi personalidad y sus múltiples derivados han explotado la imaginación de mis amigos y familiares, que han modificado mi nombre de todas las maneras posibles.

No conozco a la persona que decidió llamarme “Marta”, pero el nombre se ha hecho a mí y yo me he hecho a él.